La ciudad. Ese organismo de acero, vidrio y hormigón en cuyas arterias fluye un sinfín de personas deambulando en desordenado frenesí. Desde las entrañas de la tierra, hasta el cielo. Los rascacielos son los elementos más icónicos, destacables y fáciles de reconocer en una ciudad. Gracias a las películas de Hollywood, tenemos grabados a fuego los skylines de decenas de metrópolis, con sus esbeltas torres que intentan arañar el cian y emular que escapan de lo más terrenal.
La humanidad siempre ha mirado al cielo. Ha estudiado el devenir del tiempo y ha sabido ubicarse en el espacio gracias a haber observado con detenimiento la bóveda celeste. Por algo las montañas siempre han estado relacionadas con deidades. Por algo los egipcios querían ser enterrados en pirámides. Por algo en el Antiguo Testamento explican la construcción de la Torre de Babel como un atentado hacia Dios. Y, lógicamente, por algo construimos hacia arriba. El ser humano quiere vivir en el cielo.
Más allá de los pragmatismos de construir en altura, los rascacielos son símbolos de poder. Un poder que, a día de hoy, ha tomado un camino de comparación fálica entre países que quieren mostrarse desarrollados y competitivos. Y es ese poder el que el hombre ha querido mostrar para erguirse como la culminación de la creación. En el fondo, los rascacielos son una alegoría de la propia persona. Los griegos ya lo sabían. Con los órdenes, estaban representando un cuerpo humano proporcionado y a una escala razonable para con las personas. Los romanos dieron un paso más allá y se ciñieron a la funcionalidad con gran carga monumental. Hay más ejemplos de la cultura occidental, pero también ha ocurrido lo mismo en el resto del mundo. La escala de la arquitectura es humana, pues es el ser humano el que participa de ella.
La Revolución Industrial lo cambió prácticamente todo, y la arquitectura no se mantuvo al márgen. La forma de producir edificios estaba evolucionando, y también el uso que tenían. El acero fue el gran protagonista. Por sus propiedades, este material parecía adecuado para soportar grandes cargas, y así poder construir hacia arriba para aprovechar el espacio. Además, la invención del ascensor solucionaba el problema de cómo llegar cómodamente a las plantas más altas de un edificio. El rascacielos ya podía emprender su viaje hacia las nubes. Fue en Chicago donde nació el rascacielos moderno, y rápidamente se exportó la idea al resto de la nación, dando lugar a los famosos downtown o zonas financieras de la mayoría de ciudades norteamericanas. La idea también se popularizó en Europa, que resultó atractiva para los incipientes regímenes totalitarios. Después de la II Guerra Mundial, el concepto de rascacielos cambió. La ciudad ideal era aquella que pudiera permitir el tráfico rodado por grandes avenidas flanqueadas por altos edificios. Así fue como se construyeron muchos barrios de negocios de finales de mediados del siglo XX, pero también se crearon torres de viviendas, recordando las insulae romanas.
La vida es un rascacielos en constante construcción. Puede llegar a su punto álgido antes de que ésta termine, pero no quiere decir que no se transforme o se reconstruya. Sin embargo, el cometido de un rascacielos es, inexorablemente, rascar el cielo. Y es la razón por la que el ser humano nunca debe dejar de querer tocar las nubes, de superarse, de saber cómo llegar un poco más arriba teniendo en cuenta todo lo que ya hay debajo. Hay que tener los pies bien asentados en la tierra, pero nunca hay que dejar de soñar.
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