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domingo, 26 de febrero de 2012

'American way of life'


La Coca-Cola es el mejor ejemplo de cómo la cultura americana se ha ido imponiendo a lo largo del siglo XX en el resto del mundo. El consumismo frenético como forma de mantener el sistema capitalista, tan defendido a capa y espada durante –y después– de la Guerra Fría, ha sido el gran objetivo de los Estados Unidos. Los productos, la publicidad, la música, el cine, las series de televisión, la ropa, el arte... Todos los elementos culturales estadounidenses han sobrevolado nuestras cabezas y han condicionado nuestra forma de hacer y de entender las cosas.

Pero el American way of life va más allá. Estados Unidos ama a Estados Unidos, y lo demuestra siempre que se exponen con orgullo sus populosas ciudades repletas de rascacielos, su ajetreado ritmo de vida, sus grandes autopistas y sus acogedoras casas con jardín, porche, garaje y perro. 


El modelo es muy simple, y se basa en el binomio centro-extrarradio. En el centro, también conocido como downtown, hay una gran densidad de edificios, tanto empresariales y comerciales como institucionales, pero en esta zona no suele vivir mucha gente. Alrededor del downtown es donde está la masa poblacional. Kilómetros y kilómetros de zonas residenciales conectadas entre sí por amplias y ortogonales avenidas, con decenas de miles de viviendas ajardinadas –generalmente unifamiliares–. También en el extrarradio se ubican los parques tecnológicos y demás superficies de actividad económica. Entre el centro y la periferia están algunas factorías y otros edificios que han sido reconvertidos en viviendas después de su primer uso industrial. Por supuesto, las ciudades no son calcos unas de otras, pero presentan una gran homogeneidad urbana entre ellas

El Movimiento Moderno tiene mucho que ver en la forma de concebir las ciudades. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos emergió como el gigante socioeconómico mundial, y tenía que servir de modelo para que el resto del planeta supiera por qué su modo de vida era digno de imitar. Hasta entonces, las ciudades se concebían como zonas peligrosas y de una dudosa calidad de vida para sus habitantes, así que se intentó buscar una forma de volver a humanizar el entramado urbano.


El arquitecto Frank Lloyd Wright defendía que se distinguiese claramente el centro de los suburbios e imaginaba amplias ciudades con rascacielos de cientos de metros de altura y rodeados por extensos campos llenos de vegetación y salpicados por viviendas unifamiliares. Esta visión también incluía coches voladores, cohetes y formas imposibles, pero la esencia de sus ideas estaba bastante clara: había que vaciar las ciudades

El proceso, denominado city sprawl, permitió que los americanos de clase media pudieran optar a una vivienda cómoda con jardín y un espacio más individualizado y relajado. El problema radicaba en que todo el mundo querría llevar este modo de vida, así que había que estructurarlo bien. Muchas personas viviendo en casas unifamiliares requería de una gran extensión para poder construir sobre ella. Esta gran extensión necesitaba una infraestructura que permitiese a los habitantes poder desplazarse hasta el centro. Y por esta infraestructura tenía que circular un medio de transporte equiparable al nivel de vida que se estaba intentando fomentar. La solución fue el automóvil


La gente no iría a sus puestos de trabajo –cada vez más orientados hacia el tercer sector– en platillos voladores como Wright había desarrollado en su imaginación, pero el arquitecto dio en el clavo en cuanto a la necesidad imperiosa de un medio de transporte que guardase los símbolos de individualismo, bienestar, comodidad y poderío económico. El poseer una casa ajardinada y un coche ya existía, pero pertenecía a la élite americana. Con el nuevo planteamiento, y gracias a la nueva y boyante situación en la que se encontraba el país, todo el mundo podía acceder a algo que hasta hacía muy poco era un lujo.


Mucho ha llovido desde la mitad del siglo pasado hasta hoy, pero hay cosas que no han cambiado desde entonces. La imagen de la ciudad americana es un símbolo más de ese way of life que está constantemente en nuestras mentes, aunque no nos demos cuenta. ¿Alguien recuerda una película de Hollywood en la que no se muestre un skyline? 



lunes, 16 de enero de 2012

Crónicas de un ladrillo



Tal vez no lo sepas, pero las paredes hablan. A pesar de su inquebrantable mutismo y su aparente estoicismo, lo cierto es que son testigos de todas las cosas que les suceden a las personas, tanto dentro como fuera de un espacio. Y, aunque últimamente el Pladur nos haga competencia, lo cierto es que nosotros, los ladrillos, llevamos miles de años guardando los secretos de la humanidad en un silencio perpetuo



En cualquier caso, yo no soy tan viejo. Mi venida al mundo fue hace algunos años, cuando a las personas les entró la fiebre de construir torres de veinte plantas a pie de playa. Sin embargo, yo no tengo la suerte que tienen otros colegas de poder ver el mar (a pesar del salitre que nos deja hechos polvo, pero merece la pena). Mi residencia se ubica en uno de esos nuevos ensanches modernos que están a las afueras de las ciudades del interior. Todas las mañanas me despierto con la misma imagen: campos de cereales. En primavera está todo de un verde precioso, y en verano, los cultivos dorados se funden con el sol de poniente. Tengo la suerte de vivir de cara al oeste, porque no soy nada madrugador. 



La vida de un ladrillo es muy dura. Antiguamente, y debido a la falta de materiales duros, nos hacían de barro y nos cocían para endurecernos. Eso se puede soportar, pero al de unas cuantas lloviznas, nos desmoronábamos. Por suerte, las generaciones venideras hemos mejorado la especie. Ahora, aguantamos temperaturas mucho más altas para ponernos como una piedra, y nuestra capacidad para soportar grandes pesos es mayor. Tal vez el proceso de creación primigenio fuera más llevadero, pero la forma de fabricación actual, si bien es más dolorosa, da mejores resultados. 

A veces me gustaría ser un ladrillo independiente. No es porque no me caigan bien los miles de colegas por los que estoy rodeado, pero me gustaría ser un ladrillo viajero. Muchas veces me quedo mirando al horizonte y me pregunto qué es lo que habrá más allá. Mi función se limita a ser un ladrillo caravista, aunque no creas que con muchos lujos. Pienso que tal vez me hubiera ido mejor perteneciendo a un tabique, o incluso robándoles protagonismo al acero y al hormigón y convertirme en parte de la estructura.



Sé que hay lugares en los que a los ladrillos se los aprecia mucho. Aquí, en cambio, te ven por la calle y pasan de ti, o como mucho, te dedican comentarios como "¡qué feo queda el ladrillo caravista!" o "la fachada de este edificio es muy sosa". Yo me hago el duro, pero en el fondo estoy hecho de arcilla, y me duele. Si vivera en zonas donde tener una vivienda es lujo de unos pocos, seguro que me sentía el ladrillo más deseado del mundo.

Mi futuro es muy incierto. Doy gracias por poder estar en una fachada y tener una función, porque tengo conocidos que aún están empaquetados, a la espera de que la crisis inmobiliaria cese de una vez. Me gustaría formar una familia y que me dieran un lavado de cara, pero todavía queda mucho para eso. Ahora lo que se lleva es recubrir los edificios de muros cortina, y que conste que no tengo nada en contra del vidrio, pero no creo que nos llegue a sustituir de forma global.


Siendo un ladrillo he aprendido que, por muchos golpes que te de la vida, hay que saber amortiguarlos y aprender de ellos. Además, sé que siempre contaré con el apoyo de mis colegas, a los que estoy fuertemente unido a través de una gruesa capa de cemento. Si me ves por la calle, ¡espero que te dignes a saludarme!


miércoles, 7 de diciembre de 2011

La otra cara del Movimiento Moderno (I): Julius Shulman


Es fascinante ver cómo, hace cincuenta, sesenta e incluso setenta años, se construían casas que a día de hoy se calificarían como modernas, como si no hubiera pasado el tiempo ni hubiera habido una evolución desde entonces. Puede que parte de culpa la tengan el auge del minimalismo y las líneas puras, pero lo cierto es que esto se debe a la atemporalidad de las construcciones del Movimiento Moderno. Como ya comenté en esta entrada, lo moderno no es lo nuevo, sino lo que nos llega al presente sin apenas alteraciones de su concepto primigenio. Por eso estas casas han envejecido tan bien.


Muchas de estas viviendas se hicieron famosas tras haber pasado por el objetivo del fotógrafo Julius Shulman (1910-2009). Este maestro de la instantánea arquitectónica es conocido por inmortalizar grandes obras como la Case Study House nº 22 de Pierre Koenig, también conocida como la Stahl House –de la que ya hablé en los inicios de este blog–, La Kaufmann House de Richard Neutra o la Case Study House nº 9 de Eames y Saarinen. Por supuesto, esto es la punta de un gran iceberg que se esconde bajo el mar de documentos de la prolija carrera de Shulman. 

 
La revista arts & architecture promovió, mediante el Case Study House Program, una visión innovadora de lo que tenía que ser el espacio arquitectónico, salpicando el Oeste de Estados Unidos –sobre todo en California– de pequeñas joyas experimentales como modelo de una vida moderna y progresista, con el fin de salir con fuerza de la posguerra. El fotógrafo que capturó las imágenes que se difundieron en la arts & architecture fue Shulman, que supo sintetizar todas las intenciones de las Case Study Houses y mostrar los valores que se pretendían difundir. El resultado fue altamente satisfactorio.


Pero la obra de Julius Shulman no se reduce a unas cuantas fotografías de edificios famosos. Lo cierto es que esos edificios ganaron su fama y su reconocimiento gracias a la buena mano y al buen ojo de Shulman. Hay, en cambio, decenas de edificaciones que se han quedado en un segundo plano, a pesar de ser totalmente representativas del Movimiento Moderno. La diosa Fortuna es caprichosa, así que unos edificios han tenido mejor suerte que otros en su salto hacia la fama arquitectónica. Shulman realizó alrededor de 6000 encargos en 50 años, por lo que la extensión de su obra es considerable.

En Modernism Rediscovered, de Taschen, se han encargado de recopilar fotografías representativas del Movimiento Moderno a través de los ojos de Julius Shulman, y cada cierto tiempo se podrán observar aquí, como homenaje a toda una vida dedicada al análisis, al buen hacer y a la sensibilidad hacia la arquitectura. 


martes, 27 de septiembre de 2011

Civilizaciones perdidas


La historia que se estudia en los colegios se limita a contar lo acontecido en la cultura occidental, y únicamente se recuerda el resto del mundo cuando algún país europeo ha decidido colonizar "nuevas" tierras. Por esta razón resulta curioso saber que, cuando los egipcios intentaban robarle al cielo protagonismo con sus pirámides, en el sur de Inglaterra estaban construyendo el complejo de Stonehenge, en China ya habían creado su primera dinastía, y en el valle del Indo existía una extensa red de ciudades que no tenía nada que envidiar a la Roma de decenas de siglos posteriores. 

El concepto de civilización ya no tiene mucha validez en este mundo globalizado, pues lo que pase en un punto del planeta afecta directamente al resto de lugares como fichas de dominó en disposición tridimensional. Sin embargo, las huellas de que hubo alguien antes que nosotros pisando esta tierra están ahí, luchando contra el devenir del tiempo. Dichas huellas son el folklore, los idiomas o la gastronomía, creando un compendio inmaterial antropológicamente innegable. Y, más allá de lo inherente al subconsciente colectivo, nos encontramos con la producción artística, destacando la arquitectura por su vistosidad y monumentalidad.


Pasear entre las ruinas de ciudades de antaño evoca algo desconocido pero que, inexplicablemente, logra hacerse familiar. El ser humano siempre intenta buscar analogías de algo que conoce para una mejor comprensión de lo que le resulta misterioso, y la imaginación se pone a trabajar involuntariamente. Por las calles del pasado caminaron personas que, a pesar de ser muy diferentes en muchos aspectos, en lo esencial no dejaban de ser humanas, con sus gustos, odios, inquietudes, trabajos y sueños.


Muchas civilizaciones nos han abandonado. Se han desvanecido y nadie las ha echado de menos. O han desaparecido sin dar explicación. Algunas, por algún cataclismo; otras, por guerras e invasiones. Pero casi todas han tenido en mente perpetuarse a lo largo de los milenios, dejándonos sus vestigios a simple vista o enterrados bajo nuestras populosas ciudades. Las ideas de la inmortalidad, del más allá, de las divinidades y de lo perfecto se funden con las ansias de permanecer después del paso por lo terrenal. No es de extrañar, por lo tanto, que la mayoría de los restos de las civilizaciones sean de templos o edificios funerarios, ya que eran los que más importancia tenían.

Las leyendas dicen que, más allá de las columnas de Hércules, se encontraba una civilización muy avanzada, que fue ahogada por el océano por su propia codicia. Otros rumores hablan de un caballo de madera que logró adentrarse en una ciudad en su pleno apogeo y la destruyó por completo. Incluso todavía se oyen las voces que cuentan la historia de una isla en la que el rey Arturo duerme eternamente. En la cada vez más científica mente del ser humano siempre habrá cabida para los mitos universales, siendo muchos de ellos el resultado de algo real.


Lo verdaderamente real es que las civilizaciones son cíclicas, y tienen un comienzo, un apogeo y un declive. En la actual, el apogeo parece crecer de forma exponencial, pero en algún momento tocará techo. Depende de sus habitantes que acabe de forma solemne y deje un buen recuerdo y cosas prácticas para el futuro, o que termine como tantas Atlántidas que este planeta ha presenciado.


lunes, 12 de septiembre de 2011

Hacer de la vida un rascacielos


La ciudad. Ese organismo de acero, vidrio y hormigón en cuyas arterias fluye un sinfín de personas deambulando en desordenado frenesí. Desde las entrañas de la tierra, hasta el cielo. Los rascacielos son los elementos más icónicos, destacables y fáciles de reconocer en una ciudad. Gracias a las películas de Hollywood, tenemos grabados a fuego los skylines de decenas de metrópolis, con sus esbeltas torres que intentan arañar el cian y emular que escapan de lo más terrenal.


La humanidad siempre ha mirado al cielo. Ha estudiado el devenir del tiempo y ha sabido ubicarse en el espacio gracias a haber observado con detenimiento la bóveda celeste. Por algo las montañas siempre han estado relacionadas con deidades. Por algo los egipcios querían ser enterrados en pirámides. Por algo en el Antiguo Testamento explican la construcción de la Torre de Babel como un atentado hacia Dios. Y, lógicamente, por algo construimos hacia arriba. El ser humano quiere vivir en el cielo.


Más allá de los pragmatismos de construir en altura, los rascacielos son símbolos de poder. Un poder que, a día de hoy, ha tomado un camino de comparación fálica entre países que quieren mostrarse desarrollados y competitivos. Y es ese poder el que el hombre ha querido mostrar para erguirse como la culminación de la creación. En el fondo, los rascacielos son una alegoría de la propia persona. Los griegos ya lo sabían. Con los órdenes, estaban representando un cuerpo humano proporcionado y a una escala razonable para con las personas. Los romanos dieron un paso más allá y se ciñieron a la funcionalidad con gran carga monumental. Hay más ejemplos de la cultura occidental, pero también ha ocurrido lo mismo en el resto del mundo. La escala de la arquitectura es humana, pues es el ser humano el que participa de ella



La Revolución Industrial lo cambió prácticamente todo, y la arquitectura no se mantuvo al márgen. La forma de producir edificios estaba evolucionando, y también el uso que tenían. El acero fue el gran protagonista. Por sus propiedades, este material parecía adecuado para soportar grandes cargas, y así poder construir hacia arriba para aprovechar el espacio. Además, la invención del ascensor solucionaba el problema de cómo llegar cómodamente a las plantas más altas de un edificio. El rascacielos ya podía emprender su viaje hacia las nubes. Fue en Chicago donde nació el rascacielos moderno, y rápidamente se exportó la idea al resto de la nación, dando lugar a los famosos downtown o zonas financieras de la mayoría de ciudades norteamericanas. La idea también se popularizó en Europa, que resultó atractiva para los incipientes regímenes totalitarios. Después de la II Guerra Mundial, el concepto de rascacielos cambió. La ciudad ideal era aquella que pudiera permitir el tráfico rodado por grandes avenidas flanqueadas por altos edificios. Así fue como se construyeron muchos barrios de negocios de finales de mediados del siglo XX, pero también se crearon torres de viviendas, recordando las insulae romanas. 


La vida es un rascacielos en constante construcción. Puede llegar a su punto álgido antes de que ésta termine, pero no quiere decir que no se transforme o se reconstruya. Sin embargo, el cometido de un rascacielos es, inexorablemente, rascar el cielo. Y es la razón por la que el ser humano nunca debe dejar de querer tocar las nubes, de superarse, de saber cómo llegar un poco más arriba teniendo en cuenta todo lo que ya hay debajo. Hay que tener los pies bien asentados en la tierra, pero nunca hay que dejar de soñar.



miércoles, 3 de agosto de 2011

Fiesta en casa




O, mejor dicho, casa de fiesta. Es en lo que se ha convertido la Stahl House, tambien conocida como Case Study House Nº 22, una serie de experimentos arquitectónicos del Movimiento Moderno en EEUU -más información aquí-.

En un enclave perfecto, en la zona alta de Los Ángeles, donde viven muchas estrellas de Hollywood, con unas vistas impagables de la inmensidad de la segunda ciudad estadounidense, se sostiene casi por arte de magia esta creación de Pierre Koenig de finales de los '50. Su característica forma de L en planta, junto con sus cerramientos en su mayor parte acristalados, permiten un soleamiento perfecto en una orientación envidiable. La falta de precipitaciones de la zona se compensa con el aire fresco que fluye libre en su enclave, perfecto para una velada acompañada de un baño en su piscina.



Este modelo de casa, que guarda cierta similitud con la Villa Mairea en cuanto a su disposición, ha sido imitado hasta la saciedad en todo el estado de California, y también en otras partes del país en menor medida.


Es famosa por aparecer en innumerables producciones, tanto cinematográficas como televisivas, e incluso ha tenido algún cameo en 'Los Simpson'. Pueden realizarse visitas guiadas, pero el uso más exclusivo de este embajador del Modernismo en América es el de fiestas privadas. ¿Quién no ha querido hacer alguna vez una fiesta con piscina, cócteles, buena música, privacidad y vistas privilegiadas? Una vez encontré de casualidad el precio, y creo que rondaba los 4000$, así que no se lo puede permitir cualquiera.

Actualmente, la Stahl House pertenece a la familia Stahl, y para realizar las visitas, reuniones o fiestas, hay que tener su permiso, otorgado tras exponer el uso que se le dará a la casa. Así que aunque pagues un dineral no te servirá de nada si no convences a los dueños. Aun así, me da la impresión de que son simpáticos, ya que una vez me puse en contacto con ellos para obtener los planos del edificio y me los ofrecieron encantados -al final no me hicieron falta-.

Una pequeña gran obra arquitectónica de mediados del siglo XX que merece ser visitada si se tiene la oportunidad de viajar a Los Ángeles.


¿Qué desencadenó el Postmodernismo?



Recuerdo que una de las preguntas del examen de Introducción a la Arquitectura buscaba la misma respuesta. Era del tipo de cuestiones en las que tienes que darle al coco y poner en práctica todo lo que has dado en clase, además de lo que se supone que tienes que saber por tu cuenta. La verdad es que tratamos poco el asunto, así que tuvimos que arriesgarnos y recurrir a la inventiva.

Algo parecido ocurrió en la segunda mitad del siglo XX. Tras una floreciente actividad creativa, la guerra vino, arrasó, y se fue, dejando una estela de caos tras de sí. Había que reconstruir, primero la moral, y luego todo lo demás. Los modelos de progreso sin límites se establecieron con facilidad en los países capitalistas, mientras que en los distintos regímenes que se resistían al cambio se vivió en una línea del tiempo estática.
Así pues, muchos países tomaron como referencia la Carta de Atenas, clara utopía urbana que se aplicó en varias ciudades. Seguir con los valores de las décadas anteriores al desarrollismo parecía una evolución lógica y necesaria, pero lo cierto es que ya se estaban gestando otras corrientes de pensamiento que chocaban con el concepto de modernidad. La sociedad era distinta, más consciente que nunca de su condición de global -y lo que le quedaba por globalizarse-, así que, poco a poco, fueron cambiando las prioridades arquitectónicas, realistas y acordes a esta sociedad, y apareció lo que ha llegado hasta nuestros días y que muchos denominan Postmodernismo.


Abarca muchos movimientos, otros movimientos parece que lo abarcan, e incluso todavía hay críticos que opinan que no existe realmente una corriente concreta que pueda denominarse Postmodernismo. En mi opinión, ahí radica su carácter. Lo puede ser todo y también puede ser absolutamente nada. El Postmodernismo mezcla historicismo con nuevas ideas, búsquedas del futuro y del pasado, que se juntan y paralizan en el tiempo. Para comprobarlo, no hay más que darse un paseo por los barrios construidos a partir de los años 1970 en cualquier ciudad española, y también en zonas eminentemente históricas -ensanches decimonónicos, cascos antiguos...-. El Posmodernismo, bajo mi punto de vista, es inclasificable, pero no incomprensible.