La historia que se estudia en los colegios se limita a contar lo acontecido en la cultura occidental, y únicamente se recuerda el resto del mundo cuando algún país europeo ha decidido colonizar "nuevas" tierras. Por esta razón resulta curioso saber que, cuando los egipcios intentaban robarle al cielo protagonismo con sus pirámides, en el sur de Inglaterra estaban construyendo el complejo de Stonehenge, en China ya habían creado su primera dinastía, y en el valle del Indo existía una extensa red de ciudades que no tenía nada que envidiar a la Roma de decenas de siglos posteriores.
El concepto de civilización ya no tiene mucha validez en este mundo globalizado, pues lo que pase en un punto del planeta afecta directamente al resto de lugares como fichas de dominó en disposición tridimensional. Sin embargo, las huellas de que hubo alguien antes que nosotros pisando esta tierra están ahí, luchando contra el devenir del tiempo. Dichas huellas son el folklore, los idiomas o la gastronomía, creando un compendio inmaterial antropológicamente innegable. Y, más allá de lo inherente al subconsciente colectivo, nos encontramos con la producción artística, destacando la arquitectura por su vistosidad y monumentalidad.
Pasear entre las ruinas de ciudades de antaño evoca algo desconocido pero que, inexplicablemente, logra hacerse familiar. El ser humano siempre intenta buscar analogías de algo que conoce para una mejor comprensión de lo que le resulta misterioso, y la imaginación se pone a trabajar involuntariamente. Por las calles del pasado caminaron personas que, a pesar de ser muy diferentes en muchos aspectos, en lo esencial no dejaban de ser humanas, con sus gustos, odios, inquietudes, trabajos y sueños.
Muchas civilizaciones nos han abandonado. Se han desvanecido y nadie las ha echado de menos. O han desaparecido sin dar explicación. Algunas, por algún cataclismo; otras, por guerras e invasiones. Pero casi todas han tenido en mente perpetuarse a lo largo de los milenios, dejándonos sus vestigios a simple vista o enterrados bajo nuestras populosas ciudades. Las ideas de la inmortalidad, del más allá, de las divinidades y de lo perfecto se funden con las ansias de permanecer después del paso por lo terrenal. No es de extrañar, por lo tanto, que la mayoría de los restos de las civilizaciones sean de templos o edificios funerarios, ya que eran los que más importancia tenían.
Las leyendas dicen que, más allá de las columnas de Hércules, se encontraba una civilización muy avanzada, que fue ahogada por el océano por su propia codicia. Otros rumores hablan de un caballo de madera que logró adentrarse en una ciudad en su pleno apogeo y la destruyó por completo. Incluso todavía se oyen las voces que cuentan la historia de una isla en la que el rey Arturo duerme eternamente. En la cada vez más científica mente del ser humano siempre habrá cabida para los mitos universales, siendo muchos de ellos el resultado de algo real.
Lo verdaderamente real es que las civilizaciones son cíclicas, y tienen un comienzo, un apogeo y un declive. En la actual, el apogeo parece crecer de forma exponencial, pero en algún momento tocará techo. Depende de sus habitantes que acabe de forma solemne y deje un buen recuerdo y cosas prácticas para el futuro, o que termine como tantas Atlántidas que este planeta ha presenciado.
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