La representación de un espacio arquitectónico por medio de soportes que no sean la obra arquitectónica propiamente dicha siempre ha sido objeto de debates absurdos sobre cuál es la mejor forma de mostrarlo. Los planos son la herramienta básica para entender, analizar y materializar lo construido o que se va a construir, pero valerse únicamente de ellos es una práctica poco enriquecedora y no muestra un proyecto en su totalidad. Al fin y al cabo, los planos están en perspectiva cilíndrica; es decir, no están planteados como una forma de visión natural del ojo del ser humano.
Se deduce que el uso de figuras geométricas simples fue el primer paso para el desarrollo de los planos. Las primeras documentaciones proceden, presumiblemente, de Egipto, ya que no se han encontrado ejemplos de representación espacial en planos en otras culturas de la Antigüedad. Desde el apogeo de la civilización del Nilo hasta el Renacimiento, no hubo ningún consenso a la hora de plasmar el espacio en un plano. Y fue en esta época, primero en Italia y con una paulatina expansión por el resto de Europa, donde se vivió una revolución espacial.
El descubrimiento de la perspectiva facilitó la representación de la realidad de una forma más fidedigna –sin entrar en detalles sobre qué se consideraba real–. Las vistas de las fachadas podían mostrar una profundidad que antes se plasmaba exagerada e incongruente, y los volúmenes bidimensionales engañaban al ojo, haciéndole creer que lo que se veía era una extensión fuera del papel del plano original. Las técnicas de representación de la perspectiva se ampliaron y afinaron en los siglos posteriores, hasta la aparición de un nuevo punto de inflexión: la fotografía.
Para analizar un elemento arquitectónico previamente construido, la fotografía se convirtió en el medio más rápido, cómodo y eficaz de representación, pues aunaba la dimensionalidad física que se conseguía con un dibujo, y también el factor del tiempo. El instante en que se realiza la toma de la imagen es el punto de referencia de la representación, además del lugar desde donde se abre el obturador. No obstante, una única fotografía difícilmente puede representar un espacio entero, pero en una secuencia fotográfica es más factible. Y el cine, como consecución de fotogramas, es la mejor prueba de ello.
Una pieza cinematográfica tiene un comienzo y un final, y entre esos dos límites relativos al tiempo, todo lo que muestra es continuo y explícito, siempre hablando de representación arquitectónica. El espectador no tiene la experiencia total de sentir el espacio, pero puede tener una gran aproximación de lo que podría ver de una forma subjetiva. Siempre y cuando la grabación busque la completa representación de un espacio, así será concebida. Al ser secuencial, se pueden mostrar recorridos, panoramas o desplazamientos, además de alternar espacios internos, externos y, en definitiva, intentar alcanzar una fiel representación del factor tiempo en la arquitectura.
En las últimas décadas, el diseño asistido mediante programas de ordenador ha facilitado enormemente la proyección del espacio arquitectónico, tanto en dos como en tres dimensiones. La realidad virtual permite una visualización global de un edificio previamente diseñado y su total control. Además de la gran utilidad de los programas de CAD –computer-aided design–, que se han convertido en el estándar de herramienta de trabajo de muchos estudios, también se encuentran, aunque con una intencionalidad distinta, los videojuegos, que son el mejor ejemplo de la reproducción de entornos tridimensionales mediante una máquina.
Y, por supuesto, no hay que olvidarse de las laboriosas maquetas, pequeñas grandes joyas de los proyectos arquitectónicos y elementos de tránsito del papel al acero y al hormigón. Todas las representaciones mostradas en esta entrada, a pesar de ser una evolución progresiva de los métodos existentes, no pretenden desbancar a sus antecesores, sino complementarlos. De hecho, lo tendrían difícil, puesto que el plano, que fue la primera representación, siempre será la más importante.
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