miércoles, 19 de octubre de 2011

Casas encantadas

La madera del suelo gritaba de dolor a cada paso que daba. Ese fuerte olor a humedad que me acompañaba desde que entré a la vieja casa de la colina se hacía cada vez más y más intenso. Las manos me temblaban como resultado de un cóctel fatal de entusiasmo, alcohol y miedo, mucho miedo. La linterna del móvil se apagó. "¡Mierda!", pensé. Me había quedado sin batería. A pesar de la falta de luz, continué caminando por aquel estrecho pasillo que conducía a lo que parecía ser el salón. La vieja leyenda de tertulia vespertina con los amigos contaba que, en las noches sin luna, podía percibirse la silueta de una mujer vestida de blanco, mirando al infinito a través del gran ventanal que dominaba la colina. 
Por fin, llegué al final del corredor. La doble puerta que separaba ambos espacios estaba entreabierta. Al abrirla del todo, me estremecí por el chirriar de las antiguas bisagras. Tal y como había imaginado, me encontraba en el salón de la vivienda. Aquel lugar había sido testigo de fiestas, lujo, excesos y ostentosidad. La tímida iluminación de las estrellas entraba por aquel enigmático ventanal. No había luna en el firmamento. Los muebles cubiertos de inerte polvo me observaban. Una escalera de caracol se retorcía alrededor de una columna de madera hasta alcanzar la entreplanta, de la cual podían atisbarse tubos de lo que presumiblemente era un órgano. 
De pronto, mis oídos percibieron algo. Un susurro. Un chasquido. Las paredes se quejaban de mi presencia, o puede que hubiese alguien más conmigo. El olor a humedad invadía mis fosas nasales. La sugestión se hizo presa de mí. Al mirar con más detenimiento hacia la escalinata, comprobé que alguien bajaba sigilosamente por ella. Una sombra. Se deslizaba lentamente, pero sin detenerse. No era la silueta que decían que se veía por el ventanal, no. Pero tampoco me quedé más tiempo en ese lugar para comprobarlo. Las piernas me enseñaron el camino de vuelta incluso antes de que yo les enviara ninguna orden.


El miedo a lo desconocido ha evolucionado en paralelo al desarrollo humano desde que la persona fue consciente de su propia existencia. Si antiguamente lo más temido eran los dioses, los monstruos de allende los mares o las brujas, hoy se mezcla el folklore de muchos países con las nuevas tecnologías y los lugares de tragedias. Zombies, vampiros y creaciones científicas que superan los límites éticos de la ciencia van de la mano con hospitales malditos, ruinas de guerra o aparatos electrónicos poseídos por un ente maligno. El mejor medio que plasma toda esta intrincada red de temores es el cine. A pesar de que la literatura es más imaginativa, la radio es más sugestiva y los videojuegos son más inmersivos, el cine comparte muchas de las características de los soportes antes citados y añade el elemento secuencial del fotograma, que siempre es el mismo para cada visionado. La ventaja que tiene es que es fácil recurrir a él. En la memoria colectiva se encuentran la escena de la ducha con el estridente sonido de cuerda de 'Psicosis', la cara diabólica de Jack Nicholson a través de una puerta en 'El resplandor' o el característico tono verde de los fluidos que expulsa la niña de 'El exorcista'.


Aunque los temas del miedo hayan ido adaptándose a cada cultura y época, hay un elemento que siempre se ha mantenido actual: las casas encantadas, los lugares donde las personas desarrollan sus vidas. Como variante se encuentran los castillos, museos, oficinas, orfanatos, iglesias (y cementerios) y otros edificios. El hechizo de estos lugares parece encontrarse únicamente en el interior de sus dimensiones. Si estás fuera de una casa encantada, no te preocupes, el fantasma no irá a perseguirte. Sin embargo, ten cuidado si te atreves a adentrarte en los dominios de lo desconocido, porque estás en territorio ajeno a lo vivo.

Las leyendas urbanas ayudan a que el mito de las casas encantadas siga vivo. En todas las ciudades y pueblos hay casas abandonadas que expresan un vacío más allá de la propia deshabitabilidad. Se crea un halo de misterio a su alrededor y la gente empieza a especular sobre las razones del abandono. "Hubo un incendio y murió gente", "aquí enviaban a los enfermos terminales", "el dueño desapareció sin explicación". Aparece el sentimiento romántico que ya se manifestó en el siglo XIX, y las historias vuelan de una boca a otra. Las paredes son los testigos mudos de todo lo que ocurre en el interior de las viviendas embrujadas, y con ellas se queda el secreto que la gente intenta averiguar.


Vivimos en una sociedad tecnológicamente avanzada y científica. Paradójicamente, seguimos teniendo miedo de los espíritus, de los monstruos, de los seres extraños que sólo existen cuando apagamos la luz, o de los cuerpos que emergen de sus tumbas en busca de nuestros jugosos cerebros. Hemos aprendido que estos elementos son imposibles de darse en la naturaleza -al menos, eso nos han contado-. En cualquier caso, todo el mundo tiende a sentir miedo, un poquito aunque sea, si se va la luz, no hay nadie en casa y, de repente, suena el teléfono. En seguida nos vienen los fotogramas de decenas de films y nos preguntamos: "¿Pasará lo mismo en mi casa?".

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