Desde la creación del mítico 'Pong', los videojuegos han evolucionado de forma exponencial y se han ido abriendo paso en el panorama de ocio de consumo, hasta llegar al punto de que en muchos países facturan más que el cine y la música juntos.
Ahora tenemos gráficos hiperrealistas con las nuevas consolas y ordenadores, e incluso podemos jugar con nuestros teléfonos móviles. Pero hace 30 años, en la prehistoria videojueguil, lo habitual era gastarse la paga en máquinas recreativas, y sólo los más privilegiados podían permitirse tener un sistema en casa.
Visualmente, no tienen absolutamente nada que ver los de antes con los de ahora, pero su mecánica y objetivos son básicamente los mismos. Un videojuego pretende entretener mediante la inmersión en otros mundos, con el plus de poder interactuar en ellos. 'Pacman', 'Space Invaders' o 'Super Mario Bros.' nos trasladaban a mundos imposibles para salvarlos de invasiones alienígenas, huir de fantasmas coloristas o comer champiñones y explorar tuberías. Y, con pocos sprites en pantalla, lográbamos una total inmersión que podía durar horas, o hasta que se terminasen las monedas de cinco duros (sí, aquellas del agujero que también valían para bailar peonzas).
Pero en la tecnología se progresa geométricamente, y de aquellos muñecos cuadriculados saltando en la pantalla hemos pasado a confundir en muchos casos la realidad con la ficción poligonal. Sin ir más lejos, el otro día nos pusieron en clase un vídeo de un juego de fórmula 1 para la PlayStation 3 como si fuera una carrera de verdad (la profesora no se dio cuenta). Este hiperrealismo se ve aumentado con los sistemas de detección de movimiento como Kinect o Wii, y puede que algún día lleguemos a los hologramas o a la total recreación de entornos virtuales (aunque no me veo con agujeros en la nuca a lo 'Matrix').
Los videojuegos FPS (first person shooter), de aventuras, de simulación y de plataformas son los que más cuidan los escenarios en los que transcurre la acción. Por supuesto, la mejora gráfica ha conllevado un cuidado más delicado de la arquitectura representada en pantalla, con reproducciones e interpretaciones increíblemente fieles a la realidad, como es el caso de las ciudades en los 'Grand Theft Auto' o de los entornos históricos de los 'Assasin's Creed'. Sin embargo, la percepción espacial es igual de importante tanto en los juegos más realistas como en aquel puñado de píxeles que se movían en un scroll horizontal en dos dimensiones.
El arte de crear videojuegos es muy joven. Al igual que en otros ámbitos, a pesar de todo, no a todas estas creaciones digitales se las considera arte; de hecho, muy pocos llegan a llevar ese gran calificativo, que parece dotar de prestigio a una afición que hasta hace poco estaba relacionada con lo antisocial, infantil o freak. La última generación de consolas, tanto portátiles como de sobremesa, ha acercado este mundo al ciudadano de a pie y ya se ha perdido esta percepción. Por supuesto, queda mucho por hacer y muchos aspectos por pulir, pero ya hay producciones que rivalizan con otros campos como el cine o la literatura en cuanto a profundidad argumental, fotografía e incluso repercusión social.
Jugar a un videojuego permite pasear por ciudades imposibles, cabalgar por praderas infinitas o viajar a galaxias recónditas, con un aspecto cada vez más real y preciosista. Y tanto los juegos más avanzados como los más elementales consiguen crear esa sensación en el jugador de evadirse de una realidad y sumergirse en otra, alterando las nociones del espacio y del tiempo. Las mismas nociones que imperan en la dimensión arquitectónica, casualmente.
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